NOCTURNO

Daban las ocho en el reloj de cuco del salón, cuando Elisa se desplazó hasta el baño para acabar de arreglarse para la fiesta. Estuvo tentada de no darle al interruptor, pues la luz crepuscular que en ese instante se filtraba por la amplia ventana blanca desdibujaba su reflejo, otorgándole una juventud que había quedado en el olvido hacía unos años. Ahora tomaba plena consciencia de ello.

Cuando finalmente prendió la luz eléctrica, el espejo la abofeteó. Todas y cada una de las arrugas de su rostro se veían con una nitidez cruel, sobre todo cuando pronunció desconstantinopolizar, como un ejercicio para desentumecer los músculos faciales. Pero esa noche iba a hacer todo lo posible por lograr que aquellos surcos se esfumaran por arte de magia.

Aguantó con severidad la mirada gris de su reflejo, para acabar desviándola a la casaca azul marino. Aquel traje realzaba su figura y eso la complacía. A un lado del espejo, sobre la repisa, descansaba la peluca de un rubio pálido. Sacó entonces el neceser de maquillaje del cajón. En cuestión de minutos se transformaría en un vampiro de otra época. En un principio iba a ir de mujer, pero enseguida desechó la idea de utilizar un miriñaque y un corsé para su atuendo. Nada de incomodidades. Nada de ataduras. Nada de nadie.

Resolvió meterse en la piel del sempiterno Lestat. Sería un homenaje a su más querido personaje de ficción. Por una noche, el pantagruélico maquillaje de un tono blanco evanescente la haría inmortal. Bajo el cielo nocturno conseguiría engañar al destino, tal vez incluso a la muerte, que aún sentía lejana.

Conforme cogía la brocha y empezaba a tapar esos surcos de experiencia, pensaba si no acabaría pareciendo una mamarracha. Ese era el verdadero reto que se le presentaba: volverse joven de nuevo, como si envejecer no estuviera grabado en su ADN mortal. Y, además, convertirse en su amado vampiro sin parodiarlo ni ridiculizarse.

Al acabar, el resultado era francamente bueno. No obstante, en el momento en que la peluca cubrió su cabello se le cortó la respiración. Se sentía otra persona. La idea de que no la reconocieran, por lo menos hasta que llegara a la fiesta, hizo brotar en sus entrañas un fuego que nunca antes había conocido. Descubrió el secreto. Es noche podía ser quien quisiera. Podía convertirse en alguien distinto, ser un hombre o creerse eterna.

Por último, se calzó las botas negras de mosquetero y salió a la aventura. Caminaba con la levedad del alma ligera, triturando con la suela de sus botas todas las inseguridades de los años que sobrevenían. La noche se había enamorado de la mujer-hombre, mientras el aroma de los alhelíes de principios de primavera la acompañaban como una señal de buena fortuna. Había pasado de vivir en un duermevela constante a sentir la revolución que palpitaba en sus venas. No volvería a mirarse en el espejo de la misma manera. Se acabaría la autocompasión, pues aquellas marcas en su rostro eran el vademécum de la propia vida. Había vuelto a nacer.

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