RENACIMIENTO

Me trasladaron de pequeño a mi nuevo hogar en Osaka, durante una lánguida tarde de un abril algo fresco. Lo recuerdo bien porque las noches se me antojaban largas, siempre estremeciéndome cuando soplaban los vientos de primavera, a los que me iría acostumbrando con los años.

Supe, desde el primer momento, que me encontraría a gusto allí. Habían construido aquella vivienda intentando mantener un equilibrio entre lo tradicional en cuanto a su estructura y lo moderno en cuanto a comodidad. No es que yo hubiera visto antes otras casas, pero me hablaron de ellas en cuanto llegué, yo, el último habitante de aquel entorno.

Mi situación era privilegiada. Todos a mi alrededor cuidaban de mí. Era el pequeño de la familia y me trataban como si fuera el centro y alma. Conforme fui creciendo, percibía cómo todos ponían sus esperanzas en mí y, aunque no lo entendía muy bien, no le di mayor importancia en su momento.

Solo sé que cada vez que Hiroshi me miraba, solo podía sentir amor y respeto por él. Me hablaba y me cuidaba como si fuera hijo suyo, aunque no fuera así. Con los años, se estableció entre nosotros una relación de cariño que perduró en el tiempo.

Durante los primeros meses, sin embargo, siempre pensaba que me iba a abandonar. Tuve que aprender a acostumbrarme a las ausencias de aquel hombre tranquilo que, aunque no eran prolongadas, sí habituales. Hiroshi trabajaba y viajaba mucho. Pero nunca nos descuidaba. Si él se marchaba durante varios días seguidos, venía alguien a ocuparse de nosotros. Unas veces era un hombre mayor, que me dijeron después era el padre de Hiroshi. Otras veces venía una mujer muy joven, su hermana. Todos nos daban de beber, si no había llovido en días, y nos hablaban.

Cuando no estaban ellos, hablábamos entre nosotros. La mayoría éramos jóvenes, y en aquellos días, nos limitábamos a escuchar lo que nos explicaban nuestros mayores, sobre sus viajes, sobre las estaciones, sobre la dureza del clima en otras regiones y lo agradecidos que estaban de haber acabado en aquel jardín. Mis primeros años los recuerdo siempre atento y curioso a cualquier novedad. Todo me resultaba fascinante.

Conforme iba creciendo y absorbiendo todo aquel conocimiento, fui consciente de mi entorno. Empecé a escuchar con otros oídos. Ya no se trataba solo de lo que me decían, sino de lo que podía percibir en los silencios, en la quietud.

Una mañana fría de otoño, en la que muchos de los habitantes del jardín empezaban a prepararse para hibernar, vi a Hiroshi sentado en un banco que había colocado a principios del estío, para disfrutar del sol del atardecer. Se acomodaba muchas tardes con un libro en las manos y podía quedarse allí hasta que la primera estrella aparecía en el firmamento. A veces, los días que estaba en casa, se sentaba en el banco de cedro por la mañana, o a primera hora de la tarde, y permanecía allí leyendo horas enteras. Entonces, los habitantes de aquel entorno éramos felices, armonizábamos con su estado de ánimo y se respiraba una paz infinita.

Sin embargo, aquella mañana otoñal Hiroshi se sentó en el banco y se quedó mirando el vacío. Sentí en lo más profundo de mi ser que la melancolía lo embargaba. Esta era una sensación nueva para mí, una mezcla de tristeza y anhelo. Me di cuenta de que yo estaba rodeado de almas que me querían, de los míos. Pero Hiroshi se sentía solo. Nosotros no éramos suficiente, pues él necesitaba también rodearse de los suyos. Me moví ligeramente y el hombre volvió al presente de inmediato al oír el suave crujido de mis ramas. Se puso de pie y vino hacia mí. Su mirada ahora alegre, aunque de manera efímera, me recorrió y me tocó suavemente, intentando encontrar algún consuelo.

Cuando lo vi alzar los ojos me di cuenta de que yo ya no era más un retoño. Había crecido por fin, y observaba a Hiroshi desde las alturas. Durante el último año había ido notando los cambios de forma paulatina. Y justo antes del letargo del inverno, noté en la profundidad de mis anillos que en la siguiente estación se produciría una revelación.

La estación más tranquila del año, con sus eternas noches, se cernió sobre el jardín. Allí no nevaba nunca. Veía día tras día cómo mi familia se iba durmiendo, cómo desaparecía el trinar de algunos pájaros e incluso el agua se contraía perezosa, resistiéndose a las heladas, al amparo de los escasos rayos de luz diurna. Yo intentaba también aguantar despierto ese año que me había vuelto más fuerte, pero me deshojé lenta e inexorablemente, hasta que me replegué por fin, y perdí de vista al hombre melancólico.

Un día, oí una voz nueva en el jardín que me hizo despertar del sueño apacible. Había una mujer a mi alrededor que nunca antes había visto. Daba vueltas y sonreía. Por lo que parecía, también era la primera vez que ella me veía a mí. Me desperecé del todo y le di la bienvenida, agitando alguna rama. A lo que ella respondió riendo admirada y mirando a Hiroshi, que nos observaba interaccionar, con deleite.

Cuando ambos salieron del jardín, mis compañeros enseguida me dieron la bienvenida. Quedaba apenas un mes para entrar en primavera, y la savia empezaba a recorrer mi cuerpo, adquiriendo velocidad. Todos a mi alrededor permanecían expectantes, hasta yo lo estaba, porque no sabía qué iba a ocurrir, nadie quería decírmelo.

Durante el mes en que noté que el ritmo de la vida se aceleraba, Hiroshi vino a verme cada día. Parecía cambiado, con una nueva alegría que no había percibido nunca en él. Sus rasgos eran más suaves, la melancolía previa había desaparecido por completo, y también parecían sucederse cambios en su alma; así lo percibía yo, que me sentía también dichoso por él.

Los días se alargaron produciéndome una dicha que llegaba hasta mis raíces profundas. Estiraba las ramas hacia el cielo, en un intento de tocar los algodones que lo cruzaban, casi quería desanclarme del suelo, creciendo, subiendo, alzándome majestuoso. Fue en uno de esos días del mes de marzo cuando de mis ramas empezaron a brotar los retoños de unas flores minúsculas. Me asusté, pensando que me ocurría algo muy malo. A otros árboles del jardín no les había ocurrido nunca, seguro que debía tener una enfermedad, y muy mala, pues los brotes me cubrían por completo las ramas. Hasta que vi cómo mi familia se alegraba por ello. No era malo, entonces. Todo lo contrario, me dijeron, estaba floreciendo. Había llegado mi gran momento.

Hiroshi también lo sabía, al parecer. Cada día se asomaba por uno de los ventanales de la casa para observarme. Yo me expandía en toda mi magnificencia hasta que las flores de un rosa pálido etéreo me vistieron por completo.

El día que completé mi floración, Hiroshi apareció con la mujer sonriente y se sentaron a mis pies, desplegando un trozo de tela en el que poder sentarse y sacando lo que habían traído para comer. No cabía en mí de gozo. Los dos me miraban con la alegría emanando de sus corazones, y yo me sentía pleno. El amor que recorría aquel jardín también llenaba a Hiroshi y a la mujer sonriente, Kioko, que se quedó a vivir con nosotros a partir de ese momento.  La felicidad llenó para siempre cada rincón de la casa, cuyo amor no hacía más que colarse por cada recoveco que encontraba, pero jamás fui tan dichoso como aquel día de primavera.

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